martes, mayo 24, 2005

FRÍO

Tuvo que ser un lunes. La mañana estaba sazonada con el más infernal frío que podía permitirse el final del otoño. Un paso, otro más, infinitos zapatazos que componen el camino. Y gente cruzándose, y gente en sentido contrario, y gente a la que adelantar y por la que ser adelantado. Algún hombre mayor, alguna chica guapa, alguna madre con su cría camino del colegio, todos con historias que contar, historias faltas de interés al ser todos poco más que una parte levemente interactiva del paisaje urbano.

Y el paso de cebra que suele estar abierto para el peatón se cierra, y el joven frena sus zapatos a la orilla de la calzada, sabedor de que el semáforo no tardará mucho en ordenar que continúe el trajín matutino de aquellos viandantes sometidos temporalmente a su merced. Al otro lado del paso hay una joven de su misma edad que aparentemente quiere cruzar también, hacia la acera que él quiere desocupar.

Es ella. La altura, el pelo, la ropa, la pose, ha adelgazado. El mismo rostro que tantas veces había creído ver últimamente tras las esquinas; lástima que su recuerdo no inspirase amor sino recelo. Todo acabó ya y no se habían reído juntos lo suficiente como para perdonarse. Esperas, discusiones, excusas, abandonos, cuchillas de hielo en los labios, escarcha en las manos.

La ciudad es lo suficientemente grande para desaparecer a ojos de alguien. Sin embargo, las casualidades existen. Lo que no existe ya son las ganas de esconderse para siempre, o la importancia que una vez se dieron, o los posos secos de un agridulce romance hace tiempo evaporado. La brisa continúa fría acariciando el rostro del chico, y mientras su corazón permanece imperturbable, el tiempo se alarga y la memoria evoca la noche en que él sabía que ella lo evitaría por última vez, la misma en que conoció al que sabía sería el futuro novio de su futura ex-novia, la misma en que ambos estallaron reclamándose a voces el cariño que se negaron, los esfuerzos que no hicieron, el tiempo que dijeron no tener. Fue entonces cuando se despidieron en un último grito, escupiéndose con buenos modales y maldiciendo entre dientes.

El pitido para invidentes del semáforo lo saca del trance. Sigue haciendo frío. El joven encamina sus pasos a vadear el interrumpido torrente de vehículos. Ni siquiera se acerca a la chica, sigue caminando en línea recta y acaba pasando no muy lejos de su lado. Mientras ella permanece inmóvil ni una ni otro se quitan ojo, apisonando y acechando.

A medida que él se aproxima, la cara de la chica va apareciendo de entre la tenue bruma de esta gélida mañana de otoño, pero su rostro ha cambiado, o bien el que lo contempla ahora ya no es el mismo. De todos modos, ya no hay en ella la ternura en la mirada, ni el brillo en los ojos, ni la ilusión en la sonrisa -ni siquiera hay sonrisa- ni el leve rubor que solía haber en sus mejillas cuando se acercaban. Desde luego, sería injusto decir que no es hermosa, pero la mirada está cargada ahora de indiferencia, la boca no llama a ser besada, el rostro se ha convertido en un rostro más de una parte levemente interactiva del paisaje urbano.

Se cruzan en lo que dura un "hola" helado, quizá dos "holas" simultáneos. Él sigue su camino. Ella sigue inmóvil o tal vez no, pero eso es algo que a él ya no le importa.

Preocupado de repente por el caudal de tiempo que los recuerdos han parecido robarle, consulta su reloj para hacer cuenta de la cantidad de minutos arrebatados a sí mismo. Su mirada repasa todos y cada uno de los números del reloj digital, cuando de pronto se detiene en la fecha: ha pasado un año exacto desde "aquella noche".

"Decididamente, la vida es una broma pesada"- dijo para sí, aunque no sabemos si fue ella o él, pero sabemos que ambos continuaron su camino, llevando consigo los restos de aquella noche acechando aún desde el fondo de sus ojos.

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